domingo, 28 de junio de 2015

La historia de Ophelia

Iba la joven Ophelia, caminaba hacia la orilla de un torrencial arroyo. Llevaba una vieja y seca margarita, a la que le faltaban todos sus pétalos, excepto uno.
Se paró a unos treinta pies de un pequeño niño, algunos días mayor que ella. Intentaba inocentemente pescar con una rama, que en su extremo tenía un hilo atado de forma improvisada.
Contempló la varonil y joven hazaña por unos segundos, hasta que se decidió a avanzar. Tomó el último pétalo con sus suaves y delicadas manos. "Me quiere" susurró casi hacia adentro. Era algo inefable, pero hasta ahí había llegado y se propuso continuar.
Con cada paso, el alma se le deshacía al intentar mantener una seguridad inmarcesible. 
Pero una epifanía de otrora le recordaba que eso tal vez sería una mala idea.
Se quedó parada a unos metros del chico que estaba de espaldas. Había tirado la rama y traía el hilo con sus manos. Esperanzado en que había capturado algo. Sus risos rubios brillaban como oro, casi producían una iridiscencia.
— Te quiero— dijo con una voz aguda y retraída que cuanto mucho, logró que el joven se diera vuelta.
— ¿Qué dijiste? — al girar, ella pudo apreciar su rostro.
Tenía una mejilla manchada con barro, puesto que había restregado la tierra en busca de lombrices.
Sin hacer caso a la pregunta del inocente pescador, Ophelia hizo la pregunta que en su mente proseguía.
— ¿Me querés?— necesitaba saber si la margarita le había dicho la verdad y esa era la única forma de enterarse.
— ¿Tu amor hará que saque muchos pescados? ¿Tu amor me dará sustento? — Ophelia sin saber que decir simplemente intentó retroceder mientras negaba leve e inconscientemente con la cabeza. — Sos fea, Ophelia, no te quiero.
El pescador tomó a la niña de los hombros y la sacudió como a un bebé. 
El corazón se le había roto, y ahora bombeaba sangre infectada de veneno. La naturaleza le susurraba que fuera libre. 
Tal vez, fue un tirón del pescador o un salto de liberación de parte de Ophelia, pero ella se vio lanzada hacia el arroyo. El niño tuvo la sensatez de soltarla y no se molestó en gastar su tiempo en ver cómo la correntada la alejaba.
Se agachó y empezó a revolver en el pequeño pozo. Necesitaba una lombriz, para atarla al hilo y volver a tirar la línea.

(Inspirado en el poema Ophelia de Arthur Rimbaud)

Jule I Am

El espejo

Su corazón latía con tanta rapidez. Su diafragma trabajaba arduamente, sus pulmones se inflaban y vaciaban como un pistón neumático.
Estaba tirado contra una pared. Un ancho corredor se extendía hacia adelante y daba a parar a la sala de estar. Donde se encontraba el espejo. Detrás de él, la ventana estaba abierta y una brisa madruguera lo hacía balancearse. El espectral reflejo de la luna recorría cada rincón de la sala.
No quería abrir los ojos, ese chico, no iba a levantarse. Su madre, su padre y su pequeño hermano, los tres estaban muertos en el salón. Y el reflejante se mecía frente a sus cadáveres con aire de burla.
Tenía que cruzar la sala y pasar junto al espejo, para así poder salir de la casa. Tenía que ser la única salida, puesto que las otras puertas habían sido selladas por la ennegrecida manifestación del reflejo.
El espejo quería que pasara frente a él,  deseaba ser provocado. Tendría que darle pelea.

Recién comenzaba a anochecer. Las llamas crepitaban en la chimenea y la familia se entretenía en la sala. La madre y el padre estaban sentados junto con su hijo menor. En cuanto al mayor, se dirigía a la cocina por el ancho corredor.
El espejo se imponía a sus espaldas y el reflejo de las llamas en él se apagó. Acto seguido, la chimenea se vio sin la constante ignición.
No tuvieron tiempo siquiera de preguntarse qué pasó. Un chorro de negrura salió disparado de la intangible lámina del espejo, que ahora parecía mostrarse en estado plasmático. Era como si un pozo de petróleo estuviera emergiendo de él.
Toda la oscuridad confluyó en un punto hasta que una negra silueta se formó. Los brillantes ojos rojos, que parecían chorrear sangre, robaron la atención del rostro. No podían verle la cara, solo sus sangrientos fosos oculares.
Sus manos terminaban en puntas y éstas chorreaban oscuridad líquida.
El padre se levantó y se lanzó contra la bestia. La madre corría hacia el pasillo, mientras arrastraba al hijo.
Ambas garras chorreantes se clavaron en la zona inferior al abdomen del padre. Luego, subió los brazos continuando los cortes,  y toda su caja torácica quedó rajada.
Inmediatamente la bestia apareció en el umbral del pasillo, cortándole el paso a la madre. De un zarpazo le rebanó el cuello, y con una patada la mandó a parar al lado de la chimenea.
El pequeño quedó a los pies de la oscuridad, entendía lo suficiente para tener miedo. Una patada en el rostro lo desnucó y lo dejó tumbado metros más adelante.
Mientras que, atrás del monstruo, el joven pudo ver cómo pasó todo.  El espectro, se dio la vuelta hacia éste. Se lanzó a correr y se diluyó en el aire mientras avanzaba.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral del chico cuando la oscuridad pasó a su lado.  Siguió de largo, y atrás todas las puertas se cerraron con firmeza. No volverían a abrirse.
La bestia dejó de ser amorfa otra vez y apareció al final del pasillo. Retrajo el índice repetidamente, para indicarle que lo siguiera. Una blanca y brillante sonrisa, únicamente conformada por colmillos, se dio a ver. Entonces, se esfumó dentro del espejo.

Ya había luchado contra los picaportes, gritado por auxilio e incluso rasguñado las paredes en un intento por hacer un hueco.
 Comenzaba a rendirse y sabía que si no salía pronto no vería el amanecer. Entonces se levantó y caminó con lentitud.
El miedo se inyectaba en las plantas de sus pies con cada paso que daba.
Llegó al final del corredor, el salón se imponía ante él y tuvo que cerrar los ojos. No entendía cómo, pero los cuerpos ya empezaban a liberar aroma a podrido.
Se dijo que tenía que salir rápido,  no podía perder ni un segundo. Se disponía a correr cuando la puerta de salida se abrió lentamente con un chillido atronador.
Dudó unos segundos, tal vez estaba por hacer lo que el espejo quería que hiciera.
Pero la libertad estaba a pocos metros. Tal vez tres cuerpos eran suficientes, quizás lo dejaría ir.
Comenzó a correr, esquivó el cadáver de su joven hermano y pasó al lado de su padre. Su zapato se enterró en el charco de sangre, y las salpicaduras le mancharon las botamangas. Llegó a la mitad, a la misma latitud que el espejo. Fue tan rápido.
No tuvo tiempo para sentir terror.  Las tinieblas salieron como un chorro impactante, y envolvieron al joven en segundos.  Luego se retrajeron al espejo, provocaron así un efecto de succión. La puerta de salida se cerró de un portazo y los muebles del salón se vieron atraídos hacia el laminado reflejante.

Al otro día, los diarios tenían en primera plana un título erróneo: “Joven mata a su familia y escapa”.



Jule I Am